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Centenario del nacimiento de Margaret Thatcher, la gran impulsora del neoliberalismo

Acaban de cumplirse cien años del nacimiento de la primera mujer que ostentó el cargo de primera ministra en Reino Unido. El 13 de octubre de 1925, en la pequeña localidad inglesa de Grantham, nació Margaret Thatcher, quien, además, sería la primera mujer jefa de Gobierno en Europa. Lideró el Ejecutivo británico durante 11 años (1979-1990), un récord en la etapa democrática de su país que todavía no se ha superado.

Con Thatcher llegó el thatcherismo

Los centenarios suponen una buena oportunidad para analizar el perfil de los grandes y pequeños protagonistas de la historia. En este caso, el de una política muy divisiva, con un estilo de gobierno marcadamente presidencialista, pero que consiguió cambiar el rumbo de su país con una doctrina que llevó su nombre (thatcherismo) y que se imitó en una larga serie de naciones.

La trayectoria de Margaret Thatcher resultó revolucionaria en varios aspectos.

En primer lugar, por su género: fue una mujer poderosa en un mundo netamente masculino.

También por sus orígenes, pues –a diferencia de la mayoría de sus predecesores en el liderazgo conservador– carecía de título nobiliario. Thatcher fue en buena medida una representante de la clase media hecha a sí misma: su padre regentaba una tienda de comestibles y su madre era ama de casa. Estudió Química en la Universidad de Oxford, posteriormente trabajó en la empresa privada y más adelante obtuvo la Licenciatura en Derecho.

Y, además, por sus ideas: influida por los economistas de la escuela austriaca (individualista e impulsora del libre mercado), y en particular por Friedrich Hayek –cuyo libro Camino de servidumbre (1944) consideró siempre una referencia–, Thatcher se caracterizó por criticar el consenso alrededor de las ideas keynesianas de un Estado intervencionista, al que también se había adherido el partido conservador.




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Posguerra y captalismo dorado

Tras la II Guerra Mundial –y bajo el gobierno laborista de Clement Attlee (1945-1951)– Gran Bretaña puso en marcha su propio estado de bienestar, con el objetivo de proteger a los británicos “de la cuna a la tumba”.

El partido conservador aceptó el nuevo consenso y los sucesivos primeros ministros tories no realizaron grandes reformas al programa de protección social impulsado por los laboristas a comienzos de la posguerra.

Durante la gran expansión económica occidental que se produjo entre 1945 y 1975 (la “edad de oro” del capitalismo) Gran Bretaña creció menos que los países de su entorno y, cuando llegó la crisis del petróleo, en 1973, sufrió unos efectos más fuertes. Tanto, que en 1976 la economía británica tuvo que ser rescatada por el Fondo Monetario Internacional.

Además de esta decadencia económica, el país estaba sufriendo también el proceso de descolonización que desembocó en la traumática pérdida del Imperio británico.

Una sociedad de propietarios e inversores

Thatcher, diputada desde 1959 y ministra de Educación entre 1970 y 1974, llegó al liderazgo conservador en 1975. Por su agresividad verbal contra el comunismo los soviéticos la denominaron “la Dama de Hierro”, un apelativo que aceptó encantada.

En mayo de 1979 alcanzó el poder con mayoría absoluta, después del “invierno del descontento”, la mayor oleada de huelgas registrada en Gran Bretaña. Comenzó entonces una intensa campaña para reorientar el país con el objetivo de reducir el peso del Estado en la vida pública británica y crear una sociedad de propietarios e inversores.

Fue lo que la primera ministra llamó “capitalismo popular”. Así, se aplicaron una serie de medidas neoliberales: se privatizaron empresas públicas (telecomunicaciones, transporte, energía, etc.) a la vez que se fomentó que los ciudadanos compraran sus acciones (y por primera vez se convirtieran en accionistas).

Además, se impulsó la venta de las casas en alquiler a sus inquilinos y se bajaron los impuestos directos (que gravan la renta y el patrimonio) y la tributación de las empresas.

Hitos del gobierno Thatcher

La guerra de las Malvinas (1982), en la que Thatcher consiguió repeler con éxito una agresión de la dictadura militar argentina, le dio enorme popularidad y le ayudó a revalidar su mandato en 1983.

Tras su victoria emprendió una nueva batalla, esta vez en el interior, contra los sindicatos mineros que se oponían al cierre de las minas que tenían pérdidas económicas. El enfrentamiento dejó imágenes para la historia y concluyó con el triunfo del Gobierno.

En 1984, Thatcher sufrió un atentado terrorista del IRA. Tres años después consiguió la tercera mayoría absoluta consecutiva, un récord en la política británica.

En las relaciones exteriores estableció una sólida alianza con el presidente norteamericano Ronald Reagan, que compartía sus ideales neoliberales y su férrea oposición a la Unión Soviética: ambos tuvieron un notable papel en el final de la Guerra Fría.

Una mandataria de extremos

Ni el Gobierno ni la personalidad de Margaret Thatcher admitieron medias tintas. Si durante su mandato fueron recurrentes las protestas en las calles de las ciudades de Reino Unido, también es verdad que eran más los que no salían a las calles sino que votaban apoyando al Gobierno. Durante esos años la oposición estaba dividida y el Partido Laborista sufrió una escisión.

Algunas de sus medidas fueron muy populares, y otras lo contrario. Calcula el historiador británico Paul Johson en su libro Tiempos modernos (2007) que más de 8 millones de personas se convirtieron en accionistas por primera vez en su vida durante las privatizaciones thatcheristas. Y que se vendieron más de 2 millones de casas que antes estaban en régimen de alquiler. Muchos de ellos adquirieron una casa en propiedad por primera vez en su vida.

Por el contrario, fue muy denostado, por ejemplo, el poll tax: un tributo local que obligaba a los ciudadanos a contribuir por igual, independientemente de su nivel de ingresos y de la zona en que residieran. Entró en vigor por primera vez en Escocia en 1989 y posteriormente en Inglaterra y Gales en 1990. A finales de noviembre de 1990, la Dama de Hierro salió de Downing Street y, en marzo del año siguiente, el nuevo Gobierno conservador había sustituido este impuesto por el council tax, un impuesto también local que tiene en cuenta el valor de los inmuebles (y que sigue vigente).

1990: la Dama de Hierro sale de Downing Street

Thatcher dimitió, pues, en noviembre de 1990, acosada por sus enemigos internos, cuando su carácter se había vuelto más intratable y cuando la CEE (Comunidad Económica Europea) se había convertido en un campo de minas en su propio partido (cuyas consecuencias, salida de la UE incluida, han llegado hasta el presente). Le sucedió su ministro de Hacienda, John Major.

Los datos macroeconómicos mostraron el éxito de las políticas económicas thatcheristas: el PIB aumentó un 35 %, la renta se duplicó, la inflación bajó del 20 al 5 % y Gran Bretaña pasó del puesto 19º (de 22) al 2º entre los países de la OCDE. La otra cara de la moneda fue el aumento del desempleo y el incremento de la desigualdad. Todos los sectores sociales crecieron, pero no todos al mismo ritmo. Más bien la brecha social se agrandó.

En 1997 –18 años después de la última victoria laborista– Tony Blair y su Nuevo Laborismo llegaron al número 10 de Downing Street. Para vencer, el Partido Laboralista cambió sus estatutos (1996) y abrazó la economía de mercado.

Ya en el poder, Blair aceptó y mantuvo el programa económico thatcherista. Con ello, un nuevo consenso se había forjado y este fue, sin duda, el mayor legado de Margaret Thatcher.

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Jorge Lafuente del Cano no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.

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Paulino Uzcudun, de ídolo del boxeo a icono falangista y “juguete roto”

Hoy pocos recuerdan el nombre de Paulino Uzcudun. Sin embargo, en las décadas de 1920 y 1930, fue una celebridad mundial. En los cuadriláteros de Estados Unidos se enfrentó a los mejores pesos pesados del momento (Delaney, Godfrey o Schmeling) y fue aclamado por la prensa como The Basque Woodchopper.

Fue el boxeador “jamás noqueado” hasta que, en 1935, cuando su carrera se apagaba, tropezó con Joe Louis (El bombardero de Detroit), uno de los mejores boxeadores de todos los tiempos, quien lo batió por KO.

Con todo, la historia de Uzcudun ha sido olvidada tanto por sus vínculos con el franquismo como por la emergencia de otra figura del boxeo en la década de 1960: el también guipuzcoano José Manuel Ibar (Urtain).

De leñador a campeón

Nacido en 1899 en Régil –hoy Errezil– (Guipúzcoa), Paulino fue el hijo pequeño de una familia de labradores. En el difícil contexto económico de entreguerras, buscó valerse por sí mismo y se dedicó a diferentes actividades: leñador, albañil y operario de una fábrica de embutidos. Pero, con 23 años, después del servicio militar, decidió dejarlo todo y apostar por el boxeo en una época en la que el deporte profesional todavía era una práctica inusual para la clase trabajadora.

Así que se mudó a Francia y se preparó con los mejores entrenadores de boxeo de la Europa del momento. El vasco demostró ser un portento. Para 1924 ya era campeón de España de peso fuerte (hoy, peso pesado) y, dos años después, lo era de Europa tras vencer al italiano Erminio Spalla.

Aquellas victorias, que aumentaron su fama, resultaron muy provechosas para la dictadura de Primo de Rivera, que para entonces irradiaba a través del deporte sus valores y concepto de España: masculinidad, regeneración racial, disciplina y patrioterismo. Para el régimen dictatorial, Uzcudun era símbolo de todo ello: un héroe popular con atributos idóneos.




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El salto a América

Durante los felices años veinte, Estados Unidos fue el país del boxeo. Allí estaban los principales cuadriláteros y en estos era donde se dirimía el campeonato mundial de peso fuerte. En el país norteamericano, Paulino peleó contra los mejores púgiles del momento, como Max Baer, Joe Louis o Jack Sharkey.

Aunque nunca alcanzó el cinturón de campeón, se hizo un hueco entre los mejores y obtuvo una gran fama. Para los emigrantes españoles, especialmente los de origen vasco, se convirtió en un símbolo de orgullo. Uzcudun era el vasco inquebrantable, el que mejor representaba la personalidad de su tierra y así lo recogió la prensa desde distintos espacios ideológicos.


Boxeo. Sesión de entrenamiento del púgil Paulino Uzcudun (en el centro).

Kutxa Fundazioa Fototeka. Fondo Photo Carter. Ricardo Martín (Fotógrafo). ID. 12707959.

Cuando el ring se volvió ideología

Su carrera deportiva coincidió con el auge del fascismo y el nazismo en Europa, dos ideologías de masas que utilizaron el deporte, y en concreto el boxeo, como un espacio político más.

En 1933, en los días de la Segunda República, Uzcudun disputó el título europeo a Primo Carnera, el “Gigante Fascista”, representante de la Italia de Mussolini.

En 1935, se midió en Berlín con el campeón del mundo Max Schmeling, símbolo deportivo del Tercer Reich. El vasco perdió ambos combates. Sin embargo, mostró un gran nivel en dos encuentros que fueron mucho más que duelos deportivos: pugnas propagandísticas entre naciones y modelos políticos diferentes, entre democracia y fascismo.

Aparte de ser una experiencia deportiva, aquellos combates sirvieron para iniciar su acercamiento ideológico a la extrema derecha. Atraído por la heroización de los deportistas, la glorificación de su pasado y, entre otras cosas, su imagen pública, Uzcudun acabó aproximándose al discurso fascista.

Del estrellato mundial a la propaganda política

La biografía de Uzcudun también tiene episodios grises que forman parte de su compleja figura. En 1935 estuvo implicado en el escándalo de corrupción derivado de las máquinas del Straperlo, de las que participó y en el que se involucró por sus contactos en círculos políticos y empresariales derechistas.

Según cuenta el diario bilbaino El Liberal (8 de febrero de 1936, página 3), fue juzgado por ello, pero el estallido del golpe de Estado del 18 de julio de ese año interrumpió el proceso. En esos meses, se acercó a la extrema derecha, alineándose con Falange. Y así lo demostró en la Guerra Civil, combatiendo en sus columnas, siendo rostro visible de su propaganda e incluso formando parte de uno de los comandos que planearon asaltar la cárcel de Alicante para liberar a José Antonio Primo de Rivera en octubre de 1936.

El guipuzcoano fue uno de los ejes de las actividades de Auxilio Social, la organización de socorro humanitario del bando franquista, para la que hizo giras de combates benéficos en España y Portugal entre 1937 y 1939. Falange lo convirtió en modelo de patriotismo, disciplina y masculinidad, y, mediante su imagen, buscaron ganar apoyos a la causa sublevada.

Grupo de soldados. En el medio, el más alto, Paulino Uzcudun. San Sebastián. Septiembre de 1936. Colección Foto Marín. Pascual Marín (fotógrafo). Fototeca Kutxa Fundazioa. Id. 23867147.
Colección Foto Marín. Pascual Marín (fotógrafo). Fototeca Kutxa Fundazioa. Id. 23867147

Entre la gloria y el olvido

Tras la Guerra Civil, Uzcudun se situó en el corazón de una España donde la frontera entre negocio, política y propaganda fue difusa. En plena Segunda Guerra Mundial, montó una empresa de gasógenos e hizo negocios con miembros del Tercer Reich.

Según informes de la Oficina Federal de Investigación (FBI) estadounidense, estuvo relacionado con Rudy de Merode, un colaborador nazi refugiado en España al que sirvió de guardaespaldas y con el que colaboró tanto en una red de contrabando de bienes robados a ciudadanos de origen judío como en una red de evasión nazi en la frontera vasco-francesa.

También trató de regresar al boxeo con 46 años. Lo hizo contra Rodolfo Díaz en un improvisado ring en El Escorial (Madrid) y, tras la victoria, prometió combatir en Nueva York. Pero nunca lo hizo. La negativa del FBI a que se le concediera visado se lo impidió.

Fue entonces cuando su vida dio un giro de 180 grados.

Modelo de padre de familia para el franquismo

En 1942 se había casado con Isabel Huerta Vera, de la familia de ganaderos de Victoriano de la Serna, con la que se mudó a Torrelaguna, en la Sierra Norte de Madrid, de donde ella era originaria y poseía una hacienda.

Ambos dedicaron su vida al campo y a sus cuatro hijos, y la prensa franquista vio en ese cambio un filón para explotar los valores del régimen: un famoso boxeador que, como el hijo prodigo, había decidido regresar a los orígenes, al campo, tras estar en lo alto de la fama, para dedicarse a los suyos. Uzcudun se convirtió así en uno de los modelos de padre de familia del franquismo.


Grupo de personas, con el boxeador Paulino Uzcudun en primer plano, en un salón.

Kutxa Fundazioa Kutxateka. Id. 70456271. Fondo: Foto Marín. Pascual Marín (fotógrafo).

El eco de los golpes

Su estrella, entonces, se apagó. Siguió teniendo contacto con el boxeo, pero dejó de ser reconocido y se convirtió en un “juguete roto”, tal como lo retrató Manuel Summers en el documental del mismo título.

En la década de 1960, recibió pequeños homenajes de federaciones de boxeo como la catalana, pero la dictadura, a la que tanto había servido con su imagen y puños, le olvidó, y nunca le otorgó la Medalla al Mérito Deportivo, distinción con la que el régimen reconocía el esfuerzo de sus atletas.

Paradójicamente, tuvo que ser el gobierno democrático de Adolfo Suárez el que en febrero de 1979 le otorgó el galardón, cuando estaba ya muy enfermo y Urtain eclipsaba su recuerdo, como contó su hijo menor Juan en el programa Documentos, de RNE.

Un solitario final

En 1985, tras una larga enfermedad degenerativa, Uzcudun murió al calor de los suyos, pero lejos de la memoria pública. En aquellos momentos, mientras Rocky IV se convertía en la segunda película más taquillera del año, la consideración social del boxeo en España era pésima.

Los pocos que recordaban a Uzcudun lo asociaban a la dictadura, a un héroe deportivo y figura propagandística del franquismo. Un tiempo que superar. De algún modo, representaba lo que la democracia trataba de dejar atrás.

En 2025, después de 40 años de su muerte, su nombre apenas se conoce, pero su biografía demuestra que el deporte es una forma de hacer política. Su caso ilustra cómo los ídolos deportivos no son solo deportistas, sino espejos de la sociedad que los aclama, de sus contradicciones y de su selectiva memoria.

The Conversation

David Mota Zurdo no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.

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Simone Weil y el arte de prestar atención ‘suspendiendo el pensamiento’

Elona Agug/Pexels

En tiempos de notificaciones constantes, mensajes que reclaman una respuesta inmediata y un flujo incesante de información, la atención se ha convertido en un recurso escaso. No solo es difícil concentrarse, también lo es sostener la concentración el tiempo suficiente para profundizar en una idea, un problema o un texto.

La filósofa francesa Simone Weil (1909-1943) propuso hace casi un siglo una concepción de la atención que, lejos de quedar obsoleta, sigue hoy más vigente que nunca. En 1942 escribió el ensayo Reflexiones sobre el buen uso de los estudios escolares como medio de cultivar el amor a Dios. Lo dirigió al dominico Joseph-Marie Perrin, como guía para acompañar a jóvenes cristianos. Aunque el texto tiene un trasfondo religioso, sus ideas pueden leerse en clave universal.

‘Aquel que pasa sus años de estudio sin desarrollar la atención pierde un gran tesoro’

En la vida académica y profesional solemos asociar prestar atención con hacer un esfuerzo sostenido. Weil rompe con esta visión. Para ella, atender no consiste en contraer la mente como un músculo, sino en abrirla. Es un acto de receptividad, no de tensión.

Imagen en blanco y negro de una mujer joven de melena corta.
Retrato de Simone Weil de joven.
Wikimedia Commons

“La atención consiste en suspender el pensamiento, en dejarlo disponible, vacío y penetrable al objeto”, escribe. No se trata de forzar la solución, sino más bien de crear el espacio interior donde pueda aparecer lo que buscamos. Atender es, en gran medida, una manera de esperar.

Esta forma de entender la atención tiene implicaciones profundas en la educación. Para Weil aprender no es solo una cuestión de memoria, técnica o voluntad. Así, cuestiona la idea de que trabajar mucho deba equivaler a fatigarse. Propone, en cambio, un ritmo natural, como la respiración: se inspira y se espira. En sus palabras: “Veinte minutos de atención intensa y sin fatiga valen infinitamente más que tres horas de esa dedicación de cejas fruncidas”.

Aprender como fin en sí mismo, no como medio

La pensadora llega a afirmar que “la facultad de atención es el objetivo verdadero y casi el único interés de los estudios –escolares–”; lo que significa que, aunque olvidemos fechas, datos o fórmulas, el hábito de prestar atención permanece. Por eso considera que todas las materias, incluso las que parecen alejadas de nuestras afinidades, son valiosas como campo de práctica.

Imaginemos que un estudiante de letras se enfrenta a un problema de geometría que no logra resolver. Según la lógica habitual, ese tiempo podría considerarse “perdido” porque no ha encontrado la solución. Para la filósofa, en cambio, el esfuerzo atento servirá después para leer un poema, escuchar a un amigo o tomar una decisión importante. También Leonardo Da Vinci recomendaba a sus discípulos que contemplaran una pared blanca durante horas hasta hallar inspiración. Lo esencial no es el contenido puntual, sino la disposición interior que florece en la atención sostenida.

Portada del libro en francés de Simone Weil en el que habla de la atención, Attente de Dieu.
Portada del libro en francés de Simone Weil en el que habla de la atención, Attente de Dieu.
Wikimedia Commons

Además, la inteligencia se mueve únicamente por el deseo, y ese deseo necesita de la alegría para mantenerse vivo. “La alegría de aprender –escribe– es tan indispensable para el estudio como la respiración para el atleta”. Sin placer, el esfuerzo se convierte en una tensión dolorosa.

¿Prestar atención nos hace mejores?

Weil insiste en que la atención verdadera exige humildad. Reconocer que no sabemos, que quizás nos hemos equivocado, que necesitamos volver atrás y mirar de otro modo. Este reconocimiento no es una derrota, es parte del proceso. Al vaciar la mente de certezas apresuradas, la dejamos libre para percibir conexiones y matices que antes no veíamos.

La leyenda del Grial sirve como ejemplo. En Perceval o el cuento del Grial (siglo XII), Chrétien de Troyes narra la historia del joven caballero Perceval y su llegada al castillo del Rey Pescador, guardián del Grial. El monarca sufre una herida misteriosa que vuelve estériles sus tierras.

Una de las pruebas del relato nos muestra que la consecución del propósito no depende de la fuerza. Perceval presencia una procesión en la que aparece el Grial, una copa sagrada y legendaria. Sin embargo, no pregunta: “¿Qué es el Grial? ¿A quién sirve?”. Versiones posteriores relacionarán ese silencio con el incumplimiento de su destino caballeresco: el héroe que podía restaurar la fertilidad del reino no logra cumplir su misión por falta de atención y compasión.

Weil retoma este gesto sencillo para señalar la repercusión de la atención fecunda en nuestra relación con el mundo, con nuestro presente, y con los otros. La humildad también está en mirar al otro y reconocerlo como único e irrepetible.

Contra la dispersión contemporánea

Aunque el ensayo de Reflexiones tiene un trasfondo espiritual explícito –ella concibe la atención como la forma más pura de oración–, su propuesta puede entenderse fuera de un marco religioso. En el contexto contemporáneo, se acerca a lo que llamamos atención plena. Pero Weil no escribe sobre una estrategia para mejorar el rendimiento o la productividad, sino como un camino para dejar de imponer al mundo nuestros prejuicios y ampliar así nuestra capacidad de encuentro con lo real.

En el fondo, lo que está en juego es nuestra presencia. Cultivar la atención es aprender a mirar y a escuchar de tal modo que dejemos un espacio para que la verdad pueda aparecer, en cualquier ámbito de la vida. Si estamos atentos, estamos presentes.


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¿Preparados para lo inesperado? Así respondieron los ciudadanos españoles al apagón de abril

Un policía local regula el tráfico en Cartagena (Murcia) durante el apagón del pasado 28 de abril. Los semáforos dejaron de funcionar, lo que creó problemas en muchas ciudades españolas. P4K1T0/Wikimedia Commons, CC BY

Entre pandemias, olas de calor, crisis energéticas y ciberataques a infraestructuras y sistemas básicos, actualmente las emergencias son más probables que excepcionales. Sin embargo, ¿estamos preparados para lo inesperado? La evidencia sugiere que no: seguimos confiando en que, si algo pasa, alguien vendrá rápidamente a solucionarlo.

Aunque se haya avanzado en infraestructuras y respuesta institucional, la preparación ciudadana sigue siendo mínima. De hecho, desde la Unión Europea se ha insistido en los últimos meses en la importancia de que cada hogar disponga de un pequeño kit de supervivencia para afrontar posibles emergencias.

El apagón del 28 de abril: una prueba real

El 28 de abril de 2025 a las 12.32 del mediodía, un apagón masivo dejó sin electricidad a buena parte de la península ibérica. En pocos minutos, miles de hogares y negocios quedaron desconectados.

El corte duró solo unas horas pero bastó para paralizar los transportes, dejar sin cobertura a millones de personas y generar una sensación generalizada de desconcierto. Y, aunque a principios de abril un estudio del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) señalaba que el 69 % de los españoles se consideraba preparado para subsistir 72 horas en caso de catástrofe, lo cierto es que el apagón demostró lo contrario.

La mayoría de los hogares no disponía de linternas, pilas, radio, efectivo ni provisiones básicas –como agua o alimentos que pudieran conservarse y consumirse sin electricidad–. Además, pocos tenían un plan familiar para actuar en caso de emergencia.




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Miedo, confianza y falta de previsión

Ante una emergencia, las reacciones no son las mismas, pues intervienen factores como la edad, el género, el entorno o incluso el nivel educativo. Se han identificado varios perfiles altamente vulnerables a las situaciones de emergencia: las personas mayores de 65 años, los turistas, las personas con un nivel socioeconómico bajo y los hogares con niños. También la situación de incomunicación contribuye a aumentar la vulnerabilidad.

A partir de los datos recopilados por el CIS en la encuesta flash sobre el apagón eléctrico, he analizado la respuesta de los ciudadanos españoles a dicha emergencia. Los resultados ofrecen una radiografía clara del comportamiento social ante una crisis imprevista.

Casi uno de cada tres encuestados reconoció haber sentido miedo durante el apagón, un porcentaje especialmente alto entre las mujeres (29,7 % frente al 14,4 % de los hombres) y las personas jóvenes. Esta diferencia también se aprecia por grupos de edad; paradójicamente, en porcentaje, los mayores de 54 años se mostraron menos afectados por la caída de la energía.

Dificultades y carencias

Durante el incidente, los ciudadanos señalaron diversas dificultades relacionadas con la falta de suministros y recursos básicos. Entre los principales problemas destacaron la ausencia de una fuente de energía no eléctrica para cocinar (36,3 %), la falta de un aparato de radio (16,7 %) y la imposibilidad de comunicarse (14,1 %).

Este último aspecto estuvo estrechamente vinculado con las emociones experimentadas durante la crisis. El miedo fue mayor entre quienes no lograron acceder a información durante las primeras horas, lo que refleja la importancia de la conectividad digital incluso en contextos de emergencia. Centrándonos en este aspecto, más de la mitad de los encuestados (55,3 %) indicó que una de las principales cosas que echó en falta fue el funcionamiento de los teléfonos y uno de cada cuatro mencionó la falta de conexión a internet o de acceso a las redes sociales (26,5 %).

La preparación material fue igualmente limitada. La mayoría de los hogares carecía de recursos básicos y pocos habían previsto cómo actuar en caso de emergencia. Según los datos del CIS, solo un 33,6 % de los encuestados declaró disponer de algún tipo de kit o material de emergencia. Por otra parte, el acceso a la información también resultó determinante: el 59,6 % consideró insuficiente la información proporcionada por el Gobierno español.

En definitiva, el estudio pone de manifiesto que, aunque la sociedad se perciba preparada, su reacción ante la emergencia muestra falta de previsión.




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Prepararse también es cultura

En los últimos años, España ha sufrido una pandemia, inundaciones, una tormenta de nieve, incendios forestales y un apagón general que han afectado a amplias zonas del territorio. Todo esto en un contexto internacional marcado por crisis energéticas, tensiones geopolíticas y amenazas cibernéticas. Estos episodios, distintos entre sí en naturaleza pero similares en consecuencias, muestran que las emergencias ya no son hechos aislados sino una realidad recurrente que pone a prueba tanto la capacidad institucional como la preparación ciudadana.

Más allá del impacto inmediato, el apagón del 28 de abril puso de relieve la falta de una cultura de prevención. Si en España la preparación ante emergencias sigue viéndose como algo lejano o innecesario, en otros países europeos –como Alemania, Suiza o los países nórdicos– las campañas de autoprotección y los simulacros forman parte de la vida cotidiana. Por ejemplo, en Alemania se promueven planes familiares de emergencia y campañas para almacenar agua y alimentos; en Suiza la ley garantiza, desde 1963, que cada persona disponga de una plaza en un refugio subterráneo, y en los países nórdicos los gobiernos distribuyen manuales y guías ciudadanas que explican cómo actuar ante apagones o crisis.




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Sin alarmismos

Contar con una linterna, una radio o una reserva mínima de agua, medicinas y alimentos no es alarmismo sino una muestra de responsabilidad. Aprender a prever riesgos, a comunicarse cuando falla la tecnología y a apoyarse en la solidaridad vecinal no implica vivir con miedo, sino actuar con conciencia.

Las catástrofes naturales y emergencias de los últimos tiempos ponen de manifiesto que la seguridad no está garantizada y que requiere anticipación, responsabilidad y una respuesta ciudadana calmada y solidaria.

The Conversation

Raquel González del Pozo recibe fondos del proyecto: PID2021-122506NB-I00 (Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades / Agencia Estatal de Investigación).