José Ignacio Vegas / Universidad de Valladolid
El conflicto ha existido siempre. Y en muchas ocasiones a lo largo de la historia se ha resuelto mediante la violencia. Agresiones, asesinatos, razias, emboscadas y vendettas pueden rastrearse en el registro arqueológico prácticamente desde los orígenes de la humanidad. Pero no la guerra.
La guerra –al contrario que las formas de violencia enumeradas– requiere de organización temporal o permanente. Esta suele involucrar la creación de ejércitos con distintas formas de institucionalización (jerarquía, protocolos) y legitimación, al menos por parte de uno de los grupos implicados. Esto significa que, durante la guerra, la gente puede matar a otra gente sin que se considere asesinato. La guerra, además, ha de tener una discrecionalidad temporal específica, generalmente situada entre meses y años. Es decir, no puede durar solo unas horas o unos días; tampoco extenderse a lo largo de siglos o milenios.
Diversas investigaciones sugieren una conexión entre el nacimiento de la guerra y la acentuación del sedentarismo, cuando el control de la tierra y la propiedad privada empezó a ser cada vez más y más importante.
La aparición de excedentes, sobre todo agrícolas-ganaderos, durante el Neolítico pronto resultó en una tendencia a la concentración del poder, a la desigualdad permanente, al deseo de control de territorios mayores y a la necesidad de defenderlos. También condujo al establecimiento de los primeros estados, donde la guerra fue con frecuencia usada para mantener, expandir y consolidar el poder, siendo ya capaces de reclutar grandes ejércitos y de librarlas en el sentido moderno del término. ¿Pero cuándo empezó la guerra? Gracias a la arqueología podemos acercarnos a la respuesta.
Lo que sabíamos sobre la aparición de la guerra
Para rastrear la emergencia de la guerra, durante mucho tiempo los prehistoriadores se han visto obligados a recurrir a indicadores indirectos como la presencia de defensas, la aparición de armas en el registro o la identificación de ciertos elementos gráficos, como escenas rupestres de temática afín. Más recientemente, la investigación ha basculado hacia evidencias directas, particularmente las heridas en huesos humanos que –sin duda– son la evidencia más incontestable que podemos tener de la violencia en el pasado.
Gracias a avances metodológicos en antropología forense, sabemos que la gran mayoría de los enterramientos múltiples con signos de violencia conocidos en la prehistoria europea hasta bien entrado el Neolítico (6000-3000 a. e. c.) responden esencialmente a masacres. Es decir, a matanzas indiscriminadas de comunidades de no más de 20–30 personas, con representación de todo el espectro poblacional (hombres, mujeres y niños), como resultado de brutales ataques por sorpresa de otros grupos.
Los pocos yacimientos que no caben en esta categoría parecen responder a sacrificios u otras prácticas rituales violentas. En sitios como los asentamientos británicos de Crickley Hill y Hambledon Hill, el hallazgo de cientos de puntas de flecha entorno a las defensas podría sugerir grandes ataques coordinados, pero no cuentan con evidencia esquelética o es muy pobre. Para eso había que esperar hasta la Edad del Bronce, cerca del 1200 a. e. c. (como por ejemplo, en la Batalla de Tollense, Alemania).
San Juan ante Portam Latinam: huesos y paradigmas rotos
El enterramiento del abrigo bajo roca de San Juan ante Portam Latinam (SJAPL) se descubrió en 1985 en Laguardia (Álava). J. I. Vegas y sus colaboradores lo excavaron entre 1990 y 1991. En él aparecieron amontonados los restos esqueléticos de al menos 338 personas, que fueron datados en torno al 3200 a. e. c., en el Neolítico final.
Ya los primeros estudios documentaron huellas de violencia. Concretamente, 53 traumatismos craneales y ocho heridas por punta de flecha ocurridas tiempo antes de la muerte (antemortem), ya cicatrizadas. Pero también un traumatismo craneal y cinco heridas por punta de flecha ocurridas en torno al momento de la muerte (perimortem), sin cicatrizar.
Además, existía la sospecha que las 52 puntas de flecha de sílex encontradas aisladas (la mayoría con signos de impacto) habían llegado ahí clavadas en los cuerpos y no como parte del ajuar funerario. Así las cosas, pese al aparentemente limitado número de heridas sin cicatrizar, el enterramiento se definió originalmente como una masacre, posiblemente por la escasez de yacimientos prehistóricos con signos de violencia colectiva conocidos en aquel momento.
El corpus de yacimientos neolíticos con registro violento que conocemos actualmente en Europa se encargó pronto de señalar la singularidad de SJAPL. Mientras que en aquéllos predominaban los traumas perimortem, sobre todo craneales, típicos de la violencia cuerpo a cuerpo, en SJAPL parecían hacerlo las heridas por punta de flecha –evidencia de combate a distancia– y los traumas antemortem, sugiriendo un conflicto complejo, largo y de escasa letalidad.
Además, la demografía también difería. Mientras que en los otros yacimientos, varones, mujeres y niños tendían a replicar las proporciones de una población natural, en SJAPL predominaban los hombres adolescentes y adultos.
Nueva revisión de los datos
Recientemente, hemos reexaminado la colección para valorar estas singularidades. Dicha revisión identificó un total de 107 traumatismos craneales, de los cuales 48 estaban sin cicatrizar y 59 cicatrizados; y un total de 47 traumatismos postcraneales, de los que 17 estaban sin cicatrizar y 30 cicatrizados.
Interesantemente, la práctica mayoría afectaban a varones adolescentes y adultos, muy particularmente aquellos sin cicatrizar. Además, se observó que en algunos de estos varones concurrían heridas cicatrizadas y sin cicatrizar, lo cual indicaba que estuvieron expuestos a la violencia en varias ocasiones, como también lo sugería la alta prevalencia de heridas cicatrizadas.
Teresa Fernandez Crespo/Universidad de Valladolid
Esta revisión estimó que al menos el 23 % de las personas enterradas en SJAPL sufrieron algún episodio violento a lo largo de su vida y, como mínimo, el 10 % murió a consecuencia de ello. Sin embargo, esta es una estimación muy a la baja, pues no considera las 52 puntas de flecha que potencialmente impactaron en los tejidos blandos ni aquellas heridas aisladas no atribuibles a individuos concretos. De hacerlo, esto supondría que alrededor de 90 individuos (un 27 %), al menos, habrían muerto violentamente en SJAPL.
Además, conviene tener en cuenta que solo en torno a un 50% de las heridas deja marca en el hueso, y que la conservación de los restos en SJAPL es bastante pobre, con múltiples fracturas recientes que impiden un registro completo. Por ello, el número final podría fácilmente duplicarse o triplicarse.
A tenor de estos resultados, SJAPL es a día de hoy el yacimiento europeo más antiguo en el que se ha documentado claramente un conflicto a gran escala (con un elevado número de gente involucrada), organizado (protagonismo de los varones, actuando como combatientes) y duradero (meses, si no años). Además, Rioja Alavesa, donde se localiza SJAPL, es la región europea con mayor número absoluto de heridas por punta de flecha (identificadas al menos en otros tres yacimientos), todas ellas concentradas entre el 3380 y el 3000 a. e. c., lo que indica la celebración de un conflicto de carácter regional.
Las altas tasas de estrés inespecífico documentadas en SJAPL denuncian un empeoramiento de la calidad de vida, pero también revelan una insospechada capacidad logística de las comunidades neolíticas finales para sostener –aunque no sin coste– un conflicto violento en el tiempo. Es decir, para librar una guerra. La primera guerra documentada en el continente en tiempos neolíticos, casi dos milenios antes de lo tradicionalmente asumido.
Teresa Fernández Crespo ha recibido fondos de la British Academy (NF170854), la Unión Europea (MSCA-IF790491), y el Ministerio de Ciencia e Innovación (CNS2022-136080) para la realización y la publicación de esta investigación.