Imaginemos que tuviéramos que poner nombre a un objeto que no hemos visto nunca. ¿Qué sería más importante en la elección? ¿Ser funcional (es decir, que la nueva palabra incluyera pistas para entender a qué tipo de objeto nuevo nos vamos a referir) o dar rienda suelta a la creatividad?
¿Influiría en esta nueva palabra lo familiar que nos pudiera resultar el objeto en cuestión? ¿O nuestra edad?
Para intentar responder a estas preguntas, que en realidad encierran unas cuantas incógnitas sobre cómo y por qué creamos palabras nuevas, hemos llevado a cabo un estudio con resultados curiosos e interesantes.
Partimos de la selección de imágenes de seis objetos (algunos bastante realistas, otros absolutamente disparatados, y estamos bastante seguros de que prácticamente ninguno con un uso probado) surgidos durante la pandemia de covid-19: una bicicleta estática con mesa de trabajo; mamparas transparentes individuales que cuelgan del techo en restaurantes para proteger del contagio mutuo a los comensales; un gancho de metal para agarrar cosas o apretar botones sin usar directamente la mano; una pulsera con un dispensador de gel hidroalcohólico incorporado; una pegatina especial para enganchar la mascarilla en un sitio distinto de la oreja; y unos zapatos con la punta tan larga que evitan que nos acerquemos más de la cuenta a otra persona.
Enseñamos estos seis objetos a una muestra de casi 150 hablantes de español como lengua nativa.
¿Describir, reutilizar o tomar prestado?
Nuestro objetivo era recopilar los nombres que los participantes daban a cada uno de esos artilugios. Una vez los tuvimos, los clasificamos siguiendo dos criterios: por un lado, el de la estructura formal adoptada en cada palabra: ¿qué preferían, componer palabras a partir de otras, como “evita-pomo” o “aguanta-mascarillas”? ¿Derivar palabras ya existentes, como “higienizador” o “lamparote”? ¿Crear pequeños sintagmas descriptivos, como “burbuja-comedor” o “mascarilla antitirón de orejas”? ¿O incluso tomar prestadas palabras de otras lenguas, como “bikeoffice” o “gel and go”?
¿Comparar o destacar un rasgo? Metáforas y metonimias
Por otro lado, también clasificamos los tipos de lenguaje figurado que motivaban la generación de estos nuevos nombres.
Es decir, ¿optaban por elaborar metáforas para establecer comparaciones con objetos similares (como por ejemplo, “burbuja restaurante” para designar a la mampara protectora)? ¿O seleccionaban un rasgo significativo a través de una metonimia (véase “cuelgaorejas” para el dispositivo que se añade a las mascarillas)?
Creatividad lingüística y forma de razonar
El siguiente paso consistió en intentar dar con alguna relación entre ambas clasificaciones. ¿Tenían algo que ver los tipos de palabras escogidas por los hablantes para nombrar los objetos con la manera en que intentaron comprender de qué se trataban?
Es decir, ¿hay alguna relación entre nuestra manera de pensar y nuestra forma de crear palabras nuevas? Y si fuera así, ¿cómo es? Nosotros sospechábamos que sí… y los datos nos lo confirmaron.
Objetos extraños, palabras conocidas
En un principio, nosotros habíamos imaginado que los participantes escogerían palabras ya conocidas para bautizar a los objetos más extraños. De ese modo, podrían aferrarse a un referente conocido a la hora de abordar un objeto más extraño. Por ejemplo, hubo participantes que optaron por usar la palabra “lámpara” para designar al objeto que, en las imágenes, sirve para cubrir las cabezas y minimizar la transmisión del virus: reutilizaron una palabra que ya conocían, pero le asignaron un nuevo referente.
Pero lo cierto es que no fue así en la mayoría de los casos. Los caminos de la lengua son inescrutables (a veces).
Lo primero que observamos fue que los hablantes tendían a utilizar palabras ya existentes para nombrar objetos que les resultaban más familiares (como, por ejemplo, “sujetador de mascarillas” o “cuelgaorejas” para nombrar a los ganchitos que permitían ponerse las mascarillas evitando marcas de gomas en las orejas). En cambio, creaban palabras nuevas para nombrar objetos más novedosos (por ejemplo, “abridoor” para nombrar un artilugio creado ad hoc para abrir puertas sin tener que tocarlas).
De ‘salvaorejas’ a ‘mampara social’
Volviendo al experimento, también apreciamos dos conexiones muy relevantes en las decisiones tomadas por los participantes en el estudio:
Cuando creaban palabras compuestas (es decir, palabras formadas, a su vez, de otras dos palabras, como en “pulseragel” o “salvaorejas”), tendía a ser para destacar un rasgo específico del objeto (a través de una operación cognitiva llamada metonimia), y así surgían palabras como “abrepuertas” (aludiendo, en este caso, a la función del objeto para nombrarlo) o “gelmóvil” (haciendo referencia al contenido para designarlo).
Cuando lo que acuñaban eran sintagmas –es decir, grupitos escuetos de palabras– se ponían mucho más metafóricos, y buscaban establecer una comparación con un objeto más conocido. Es el caso de “mampara social” o “campana anticontagio”, donde la analogía les permitía explorar alguna similitud entre el objeto desconocido y uno conocido: con la mampara, la función, y con la campana, la forma.
Además, las metonimias eran la opción preferida a la hora de crear los nombres de los objetos más extraños, mientras que preferían las metáforas para enmarcar conceptos más familiares.
Metáforas, mejor para cosas conocidas
Y esto sí que nos los esperábamos. Como hablantes, nos permitimos el lujo de establecer analogías más arriesgadas y no tan evidentes para nombrar realidades que ya conocemos, y para eso nos valemos de las metáforas. Pero si el objeto al que tenemos que nombrar no nos suena de nada, o no logramos comprenderlo, necesitamos resaltar alguno de sus componentes que conozcamos mejor (su función, qué puede contener, qué causas hay detrás de su uso…) para poder asimilarlo mejor. Al fin y al cabo, somos seres sociales que necesitamos hacer todo lo posible para comunicarnos de una forma que se nos entienda.
El estudio es relevante porque apunta a que, al contrario de lo que se ha creído tradicionalmente, las metáforas no siempre son un mecanismo que ayuda a nombrar realidades difíciles de entender. En lugar de eso, esta investigación revela que son una estrategia que los hablantes adoptan cuando comprenden mejor aquello que quieren nombrar. En consecuencia, se sienten más seguros y pueden dar más rienda suelta a su creatividad.
La edad no importa cuando creamos palabras
Un último apunte inesperado que también arrojó nuestro trabajo tuvo que ver con la edad de los participantes. Tradicionalmente, se piensa que los hablantes de mayor edad tienden a ser más cautos y conservadores en sus usos lingüísticos, mientras que los más jóvenes se suelen lanzar sin miedo a propuestas más transgresoras y creativas.
Pues bien, el estudio también refutó este prejuicio: las estrategias adoptadas por los participantes para bautizar los objetos que les presentamos fueron prácticamente las mismas en cualquier franja de edad.
¿Qué significa esto? Puede ser que los estudios previos sobre producción neológica hayan tenido cierto sesgo de edadismo. O bien puede ser que la pandemia, al tratarse de un fenómeno tan global y transversal, nos “forzara” a todos a utilizar todas las estrategias disponibles para adaptarnos y sobrevivir a una nueva realidad de emergencia sanitaria.
En cualquier caso, no apreciamos brecha generacional en las estrategias utilizadas por los participantes del estudio: no dejamos de crear palabras nuevas a lo largo de la vida.
Prodigios léxicos
Las conclusiones de nuestro estudio sobre la relación entre pensamiento y lenguaje apuntan a que optamos por metáforas para nombrar objetos que ya conocemos, y preferimos metonimias para bautizar los que nos son más extraños. En el primer caso, preferimos breves grupos de palabras y en el segundo, palabra compuestas de, a su vez, otras palabras.
Pero en la investigación académica a veces lo mejor no son los resultados, sino el camino: lo mejor que nos ha dado este estudio ha sido poder adentrarnos en la mente de personas capaces de generar palabros como “cicloficina” para designar a la bicicleta estática con mesa de portátil incorporada, “hidromuñeca” para la pulsera dispensadora de gel hidroalcohólico y, nuestra favorita, “zapatorrinco” para nombrar los zapatos con puntera “de seguridad”.
Después de habernos topado con semejante prodigio léxico, no pudimos volver a mirar estos objetos con los mismos ojos.
Miguel Sánchez Ibáñez recibe fondos del Ministerio de Ciencia e Innovación, la Agencia Estatal de Investigación y el Fondo Europeo de Desarrollo Regional (Ref.: MPID2021-125906NB-I00/MICIN/AEI/10.13039/501100011033/FEDER, UE).
Paula Pérez Sobrino recibe fondos del Ministerio de Ciencia e Innovación – Agencia Española de Investigación – Fondos FEDER (referencias: PID2020-118349GB-I00, PID2021-123302NB-I00).